Un proverbio chino afirma que la vida humana tiene tres fases: veinte años para aprender, veinte para luchar y veinte para alcanzar la sabiduría.
Goethe decía que la juventud es una época de idealismo; la adultez, de escepticismo, y la ancianidad, de misticismo.
Una vida humana parece presentar, pues, tres grandes fases características, cada una con su propia atmósfera, como los capítulos de una buena novela. Y, según la antroposofía, cada una de estas fases se puede dividir en periodos de 7 años.
La antroposofía, la visión del mundo basada en la filosofía de Rudolf Steiner, pone un énfasis especial en los tres primeros septenios, que constituyen el periodo formativo: desde el nacimiento hasta los 7 años, de los 7 a los 14 y de los 14 hasta los 21 años.
Todo niño debería tener la oportunidad de completar su formación en un ambiente acogedor hasta que entra en la edad adulta. La pérdida de los dientes de leche se considera un signo visible de esta transformación interior, y marca el momento en que, según la antroposofía, el niño se halla plenamente preparado para la vida escolar.
El segundo ciclo de 7 años viene marcado por la pubertad y da lugar a la madurez sexual, mientras que el tercero lleva a la madurez social, cuando el joven se siente plenamente adulto.
De los 21 a los 28 años se desarrolla la sensibilidad, el autodominio y la autoafirmación creativa. Comienza el segundo ciclo de tres septenios en torno al eje de la vida social y laboral. Precisamente es alrededor de los 28 años cuando muchos autores y creadores se estrenan con su primera gran obra.
De los 28 a los 35 se desarrolla una fase vital clave, de máximo desarrollo. Según las biografías tradicionales, es a los 35 cuando el Buda alcanzó la iluminación, y una edad semejante tendría Jesús en el momento en que su vida culmina y acaba. Dante Alighieri inicia la Divina comedia afirmando que se halla, a los 35 años, en medio del camino de su vida. En la Edad Media y en la antigüedad clásica se consideraba que la vida humana tenía una duración natural de setenta años. Las capacidades físicas y mentales tienden a culminar a los 35, edad, por ejemplo, en que los jugadores de ajedrez suelen llegar a su máximo nivel. Si en la primera mitad de la vida nos centramos en formarnos, en la segunda mitad surge el impulso de darnos al mundo a través de nuestra vocación o de nuestro rol familiar. Esta etapa se prolonga hasta los 42 años.
Aproximadamente a partir de los 40-42 años experimentamos la existencia plenamente madura y desarrollada. "La vida empieza a los cuarenta" se dice a veces, no sin razón, aunque ello a veces conlleva encontrar nuevas motivaciones.
Luego el arco vital empieza a curvarse hacia abajo, y nos toca ir alejándonos del mundo externo para profundizar en nuestro propio interior.
El buen envejecer irradia dignidad, impregnada por una serena aceptación de la vida y la muerte. Se pierde la fertilidad y se va reduciendo el vigor, pero se abren caminos de crecimiento en libertad interior y en sabiduría.
El pintor japonés Hokusai afirmaba que su verdadero arte solo empezó a prosperar cumplidos los setenta y tres. Verdi, Richard Strauss y muchos otros compositores siguieron creando pasados los ochenta.
Existen terapeutas antropósofos que ayudan a entender la "biografía humana" en términos de septenios estrictos, pero algunos autores afirman, sin embargo, que en las sociedades contemporáneas los ciclos vitales han ido cambiando sus ritmos: la juventud se acelera a la vez que la longevidad se extiende.
Por ejemplo, la menstruación se daba hacia los 15 años en 1900, pero hoy en día se da hacia los 12 o 13. La mayoría de edad se establecía antes a los 21 años y en la mayoría de países es actualmente a los 18.
El niño no es un adulto en miniatura y el anciano no es un adulto averiado. Cada fase tiene su propia luz. En el niño predominan la expectación y el descubrimiento; en el anciano, el recuerdo y la profundización.
Ser consciente de cómo se conforman los capítulos de nuestra sinfonía vital es una valiosa forma de autoconocimiento.